A la Puerta Sin Llave.
A Yenny Rocío también.
Le cuadra.
Cada peso que se le quite al deporte
es un peso que se le quita a la paz.
En una de tantas ciudades que empezaba a conocer gracias a mi viaje por nuestro continente, caminaba yo después del trabajo con mi instrumento sin estuche, expuesto y echado atrás cuando, caminando a su vez, vi pasar una bella figura local en dirección contraria.
Al igual que en todas las ciudades que había explorado previamente, en la que me encontraba venía experimentando ya la sensación de abstención en la que las diferentes poblaciones parecían esmerarse al acogerme, con la consiguiente negación, más que de sus amores, de sus favores –porque simpáticas y hospitalarias se mostraban en todas partes, pero de aquello nada, a pesar de que yo, por carisma y acento visitantes debía arrasar–. Aguantarme las ganas nunca ha sido raro para mí, pero viajando la cosa tenía que ser diferente… Y no.
Sabido es que los viajes largos (exploratorios, iniciáticos, etc.) cuestionan el temperamento propio, invitándolo a forjarse nuevamente con nuevos materiales. Pero el temperamento es el temperamento y tiende a imponerse. En mi caso, la pelea contra él parecía ya decidida a su favor, pues la soledad me acompañaba otra vez desde hacía rato, y cuando no hay con quién confrontarse –las amistades imaginarias, que en los viajes como que son frecuentes aunque a mí me han acompañado toda la vida, no ayudaban mucho ni al consuelo conyugal ni a cambiar la actitud hacia el trabajo o la vida en general, hacia el mismo viaje– el temperamento usual se impone, vuelven las mañas anteriores, y las mías son, entre otras: resolver masturbándome, trabajar mucho y para qué, y pensar. Pensar mucho, y casi nunca llegando a nada.
Pero viaje es viaje y la esperanza es lo último que se pierde. Por eso, entre otras, seguí viajando (por eso, entre otras, a veces me he quedado; no he viajado, también). A ver qué. A ver si por ahí en una de esas. Y es sólo cuando parezco olvidarme de todo que suelen aparecen las bellas figuras (locales o visitantes como yo).
O reaparecer, como de la nada hizo esta, devolviéndose en la misma dirección en la que yo caminaba, a paso tan firme que terminó por sobrepasarme. Reaparición y sobrepaso toda alarma dispararon y con todos los timbres funcionando decidí seguirle, apreciándole por detrás, y sin pensar, entretenimiento puro y del bueno. Después sí: “Hasta que voltee o, en el mejor de los casos –y casi imposible porque yo estaba más bien lejos de mi meta–, hasta que me toque voltear (aunque yo disponía de variantes, podía voltear por otras calles)”. Ésa última opción, la del alargue, la ilusión, es la más recurrente en mi pensamiento, la que dispara posibilidades de juego y/o diálogo que aparecerían en la realidad de no ser porque el sólo hecho de haberlas imaginado ya hace que… como que se les quitan las ganas, como que hay un orgullo ahí. Sobre eso se ha escrito mucho, y yo también esa película ya la he visto varias veces. Pero bueno, ¡algo!
La pensadera no terminó así tal cual, eso había parado hacía rato, pero bueno… Lo que realmente la suspendió y precipitó la acción fue la misma posibilidad –ésa sí inesperada, como debe ser– de perder el juego tempranamente (¿“el juego”? ¿cuál juego? No sé, El Juego) fue el hecho de darme cuenta de que la figura se iba como alejando. Trotamundos como he sido –o querido ser, no importa– no iba a dejarme, pero me tocó emplearme a fondo, “haciendo acopio de…” para alcanzarla y poder seguirla siguiendo, que era el juego, al menos por el momento. Le aguanté el ritmo, pero no era tan fácil: Parecía ir en su propio training, en su propia competencia, en su propio juego. Parecía hacer gala de su buen (buenísimo) biotipo.
Se manifestó entonces, por vez segunda, mi orgulloso instinto deportivo, invitándome a replantear el juego: El sobrepaso era posible.
Además, así podría yo también mostrarme, yo con mi instrumento (echado atrás, en modo de reposo, pues recordemos que la jornada de trabajo había terminado).
Aproveché el cruce de una calle y me puse delante, cabeza de carrera, marcando el paso del pelotón. Pero seguía pensando en la inminencia del final súbito del certamen, malogrado por desvío o giro indiferente en la trayectoria de la figura, con el agravante de no poder verlo desde mi posición. Ese pensamiento desencadenó la desmotivación, mi paso se cayó y la figura, en sostenido training volvió a sobrepasarme.
Viendo yo que la vaina seguía –y que podía seguir así–, decidí que lo mejor era sobrepasarla otra vez y luego dejarla pasar y así, ir intercalando los sobrepasos para verle y que me viera, en una de esas se interesaba en el juego y quién quita… era fin de semana… igual, el solo juego ya me cuadraba, así pudiera terminar en cualquier momento.
Pues señoras y señores, cómo les parece que el juego resistió, devorando cuadras y aguantando sobrepasos y pensamientos mil, ya era cosa de empezar a creer, el alargue vislumbrábase ya en lontananza, y la figura algo debía saber ya. Me tocaba a mí el siguiente sobrepaso, el que ejecuté con henchido fervor.
Pero, como me había pasado con el primero, me entró otra vez la pensadera: tal como iban las cosas, me iba a acabar tocando a mí retirarme primero, desviándome por alguna calle correspondiente. En ese caso, lo que haría antes de llegar al cruce fatal sería adelantarme –si iba atrás–, frenar en la esquina, girarme y sonreírle para luego agradecerle verbalmente. Hecho esto, volvería a girar y voltearía por mi calle, abandonando así pista, juego y figura. A menos que… qué tal que le hubiera gustado el asunto y también, pretextando variantes para su destino, alterara su rumbo original doblando por la misma esquina y siguiéndome. En ese caso…
Lo mejor en ese momento era verificar la calle, para poder seguir pensando. Pensando y jugando. Entonces verifiqué y me di cuenta de que por andar maquinando tanta güevonada ya me había pasado varias cuadras de la última opción o variante. Además iba adelante, o sea que la culpa no era de la figura, sino de la pensadera ésa marica, que viéndolo bien había sido larga, porque el último sobrepaso lo había hecho hacía más bien tiempito.
Con la esperanza de que hubiera, de todas maneras, prolongado el juego habiendo alterado definitivamente mi rumbo, frené en la siguiente esquina esperando el sobrepaso respectivo mientras se me ocurría un pretexto para mi comportamiento. Pretexto por qué, si la figura igual… Ah, uno nunca sabe, y como iban las cosas… Cortico sí me salió ese pensar, apenas para el pánico del momento, porque no bien terminé de pensar eso no me aguanté más y volteé a mirar. Y cual vulgar leyenda clásica, el resultado fue la desaparición total de la figura, que hacía rato debía haberse desviado por su calle o alguna de sus variantes. O de pronto se habría rezagado. No, no creo, su paso era fuerte. Ah… (groserías varias) ¿Esperamos?
- Y… capaz que giró por la calle por la que vos debías… – dijo una de estas familiares voces imaginarias, con su acentico desgraciado.
FIN
- …O capaz que era un travesti – añadió después, como tratando de descagarla.