Cuando estábamos en el colegio, a veces nos ponían a pintar bolardos después del recreo del almuerzo. No hacíamos las clases de por la tarde sino que pintábamos y nos íbamos para la casa.

Los bolardos de esa época ya no eran esos palos metálicos para colgar cadenas de carácter permeable y selectivo (en cuanto al parqueo se refiere) que habían reinado durante eones en la industria privada y en algunas casas arribistas antes de la liberación de los andenes. Habían sido reemplazados por unas estructuras monolíticas de concreto armado, dispuestas en filas cuasi-castrenses para no dejar subir carro alguno, equidistantes como formaban. Sólo cuando había garaje pasaban de la fila a la hilera, haciéndole a la entrada como una calle de honor, o caminito alegre, comosellame esa vaina.

Con esos bolardos se podía caminar libremente por los andenes, mientras la gente que manejaba aprendía a no treparle el carro, en cumplimiento de una de las voluntades de la alcaldía de turno, una de cuyas banderas administrativas era la tal recuperación del espacio público.

La revocatoria de mandato es un mecanismo ciudadano diseñado para tumbar al funcionario público que no te guste, siempre que consigas la cantidad de firmas necesaria para ello. Aquí la gente de los locales comerciales quiso hacer historia (y patria, ay la demagogia) al ser el primer gremio en activar el mecanismo, y contra la administración distrital directamente. Alegaban pérdidas y quiebras por culpa de la instalación de los bolardos, que porque había acabado con el parqueo al frente de los establecimientos, "ahuyentando a la clientela que, despojada de andén, huía presa del pánico", y que además esos bolardos tan feos, que dónde quedaba la estética urbana... Con ese cuento consiguieron hartas firmas (porque no era fácil acostumbrarse a ese poco de vainas ahí sembradas, así de una), pero no todo el mundo le comió a la revocatoria, que se cayó porque la mayoría de las firmas resultaron chimbas y la recuperación del andén se veía con o sin estética.

Para que no jodieran más con eso, la Alcaldía decidió hacerle caso a las asesorías de las antropologías urbanas (yo después terminaría estudiando eso), que aseguraban que los bolardos podían ser sublimados por el inconsciente (pero yo no hablo tan feo) hasta convertirse en tótems, eran dizque objetos de adoración en potencia. Ése fue el argumento para ponernos a todas las "tribus de los colegios distritales" dizque a colorearlos con diversos motivos.

Una vez que fuimos a pintar al centro por los lados donde filmaban Don Chinche, vimos un bolardo bastante disminuido, como agonizante. Parecía como que a punta de mazo habían querido tumbarlo (eso vivía pasando, la gente se sentía como humillada, burlada, hasta espiada por un incólume bolardo plantado al frente de la casa o negocio y en el momento de más desesperación salía a matarlo a martillo, con resultados no muy alentadores) y no habían podido, porque todavía resistía cuando llegamos, pero hubo un momento en que la suma de fuerzas, potencias y resistencias acabó por quebrarlo. Íbamos a llamar al IDU para que lo arreglara cuando al andén se trepó, sobre los restos del bolardo, la severa burbuja. La muerte del bolardo y consiguiente vejación del cadáver en nuestra presencia indignó a todo el curso (ya a esas alturas les teníamos nuestro cariño a los monolitos), que agarró la pintura y se la refregó a la burbuja sin respetar lata, vidrio o rin de magnesio. La volvimos mierda. Sus ocupantes esperaron a que termináramos, se bajaron, y con el propio mazo se dipusieron a echarle bala a lo que fuera.

Si no me morí es porque no me tocaba, pero del curso nadie más sobrevivió. Un bolardo vecino me había protegido, pero apenas la vida, pues un tiro me alcanzó en mala parte y ahí quedé.

La Alcaldía suspendió inmediatamente todo trabajo de decoración urbano para menores distritales, confiándoselo exclusivamente al IDU, único organismo autorizado desde la fecha para el diseño artístico de las estructuras, además de su erección. Pero yo quería seguir, tenía que seguir, y además el trabajo del IDU era una boleta: cuando no le volcaban el tarro de pintura encima, volvían el bolardo señal de tránsito o lo vestían con capuchas publicitarias, con el consiguiente serrucho. O sea que me tocaba andar mosca, aparte porque por ahí seguían las mafias (el escuelicidio había sido atribuido con éxito a los grupos de limpieza social, hampa de otra rosca) que seguían quebrando bolardos a bala, aunque no tanto porque les estorbaran, era más por deporte, training para el sicariato.

Apenas me recuperé, arranqué. Mientras la población biyi ejercía el grafiti y la onda del esprai y las barras bravas se encontraban para darse en la jeta, yo a punta de témpera, y a veces de plastilina, coloreaba las piedras. Todo primaria y bachillerato en ésas, y con diversos motivos: primero crueles y de revancha: violaciones, falos múltiples, sistemas ternarios de güevas y tetas, chancros, eyaculaciones sangrientas... fastidiar con mi rabonada por el tiro venéreo que me habían metido. Luego, la mortuorios y de denuncia: la mafia con sus mazos, la burbuja, la gente del curso, más sangre... y ya después el homenaje: los sueños, las aspiraciones idas con la muerte: orquestas de salsa, ecuaciones famosas, la curva del universo, el código binario (con posiciones y poses), máquinas voladoras, ciclos agrícolas, piscinas de olas, macondos y comalas, premios de montaña, naranjas mecánicas, teorías fotoeléctricas, caldos nutritivos, consignas y arengas para la revolución...

Con esa onda jipi entré a la universidad, pero ahí sí no me quedó tiempo para seguir, porque me vivía yendo a hacer investigaciones de campo con las indiadas. Hasta viví con varias de ellas. Lo único fue la tesis, que sí la hice sobre la necesidad tribal de bolardos decorados en las junglas de asfalto para el óptimo desarrollo de las comunidades.

Cuando volví por el cartón le pasé la tesis a la alcaldía de turno, pero me dijeron que se habían quitado los bolardos porque la gente ya no subía los carros a los andenes y que los gremios del comercio, la urbanización pirata y la mafia ahora se la pasaban en el campo, explotando campesinados e indiadas enteras, que eran las poblaciones de moda. Entonces la vuelta era instalar poblados exóticos falsos (e ilegales) para el turismo de la ciudad. la gente veía que ahí era donde estaba la plata, y cada vez más se iba a trabajar fuera de la ciudad. Entonces la gran mayoría sólo volvía por la noche, a dormir. La Alcaldía, entonces, solamente se ocupaba de logísticas de inmigración y operación retorno. Ya no había escuelas en la ciudad, y menos inducción alguna al alumnado al dibujo libre.

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