¡Para el Doctor!
¡ Sergio Mejía Rocca!
¡y su querido hermano!
¡Santiago!
¡y para toda la gente linda!
¡ y fea!
¡de la trestrés!
¡y el barrio de Teusaquillo!

Para Moure, Piccolini, Carbonell
y sus Toreros Muertos.

Para Jipiyam y Raspacanilla.

Los Frentes Antitaurinos perdieron porque las ventas ambulantes, con su instinto crossover y viendo que cada vez crecía más la población que protestaba contra la fiesta brava, diversificaron su mercado durante las corridas / manifestaciones en su contra (que, como evento y para el caso eran lo mismo) y empezaron a ofrecer -además de la bota, la manzanilla y esas porquerías- banderitas, camisetas, prendedores y calcomanías alusivas a la lucha antitaurina, para luego y sin agüero pasar directamente hasta los taches y las aes de “Anarquía”। Llegaron incluso a inventarse un “kit o combo manifestante”, que incluía piedra de río –porque, tras de que no se parte ni rompe al prójimo al impactarlo, rebota apenas pegaba para salir despedida en cualquier otra dirección diferente a la original, atacando de nuevo-, tres miniespráis con los colores patrios –para aquello de la demagogia-, megafonito de cartulina y una especie de papa transgénica enriquecida hechiza, con esquirlas orgánicas naturales, lista para estallar a la menor sospecha. Los Frentes se dieron cuenta de que la sola existencia de esos productos corrompía y degradaba su lucha -el tal kit estaba dirigido también a sindicalistas, docentes del distrito, y en últimas a cualquiera que pasara por ahí-, y si pegaban, peor, porque toda protesta se masificaría, vulgarizándose hasta el pop y volviéndose “play” o “in”, y tampoco. Había que abortar. Lo raro fue que no hubo quién creyera (o por lo menos quién dijera, si es que lo creyó) que todo venía orquestado desde arriba, manipulando el sanguinario establecimiento al proletariado informal. Como que fue tanta la sorpresa que no se la olieron por ahí, y hasta mejor, porque eso hubiera equivalido a subestimar al gremio ambulante como agente social, desvirtuando su carácter pintoresco y bucólico, lo que hubiera llevado a los Frentes Antitaurinos a la contradicción, y así la crisis hubiera sido peor. Entonces, sin echarle la culpa a nadie (!), simplemente se retiraron.

El Público Taurino, que realmente no tuvo nada que ver con la derrota del enemigo (ni cuenta se dio), perdió porque el mismo día en que llegaban a la plaza algunos ejemplares de ganado cebú sabanero especialmente traídos para quién sabe qué exhibición junto a los toros de lidia tradicionales, resultó que una banda de carnaval que ensayaba -como regularmente lo hacía- en terrenos aledaños a la plaza comenzaba en esos precisos momentos el montaje de repertorio nuevo para un festival folclórico al que la habían invitado। El problema fue que dicho repertorio incluía varios porros sabaneros, género musical que nunca habían tocado, pero con el que en cambio sí estaba familiarizado –por aquello de la sabana- el ganado cebú traído para la ocasión, lo que originó el acabóse, pues con las primeras escaramuzas musicales el ganado cebú en pleno padeció como unos flashbacks que lo alborotó. Sintiéndose sus ejemplares llamados a la acción, hicieron zozobrar en plena maniobra de parqueo al vehículo que los traía, ganando la calle en el acto, sumándose también los toros de lidia, quienes estrenaron, gracias al estímulo criollo de una música que por primera vez oían, una adrenalina por eones mantenida a raya a punta de insípido pasodoble, mostrando así una inusual pero innata –creían ellos en medio de su entusiasmo– disposición para la corraleja. Los emparrandados ganados corrieron calle abajo, causando daños en el mobiliario urbano, bienes particulares y sembrado el terror en la ciudadanía en general, que huía parejo como parte del Público Taurino, o en forma de transeúntes, ambulantes, policías y banda en pleno (Frentes Antitaurinos no había en ese momento, pues cumplían con su primera fecha de suspensión indefinida, sin que nadie hubiera reparado en ello por el desorden, aparte de que estaba muy temprano todavía como para corrida o manifestación teniendo en cuenta que el ganado estaba apenas llegando cuando arrancó el disturbio. La policía, de hecho, si pareció creer que la vaina era obra de los Frentes Antitaurinos porque salió a sofocar el asunto a punta de tanqueta y escuadrón móvil antidistraves –ESMAD para los amigos-). La banda, acostumbrada de todas formas al recorrido itinerante y callejero, seguía tocando como que inconscientemente en la huída, dándole ambiente a todo el drama. Había también gente que no captaba lo que pasaba y asumía la caravana como precarnaval o –igual que les pasó a los toros de lidia– como desafío a la propia adrenalina, metiéndose a molestar indistintamente a ganado y/o policía, cuyas reacciones se terminaban de todos modos pareciendo, porque había gente que prefería mandársele al toro mecánico -que no era otro que la tanqueta- en vez de balsear a los de verdad. En total estado de indefensión, la tanqueta embestía y se sacudía furiosa porque la gente cuando no la toreaba se le montaba encima, hasta que tanta sacudidera la volcó, teniendo El ESMAD que evacuar con dificultad el vehículo, verde del mareo, para seguida y copiosamente terminar guasquiándose al lado de la gente que había salido despedida del lomo de la tanqueta y que no podía o de la perra o de la risa. El disturbio arrojó un saldo negativo de desapariciones entre músicos, ambulantes, policías, ciudadanía en general y ganado -pues ninguno de los toros fue encontrado después-, convenciendo al Gobierno Distrital de la conveniencia de prohibir toda corrida y/o evento con toros, todo carnaval y toda venta ambulante. La afición taurina se mostró en desacuerdo porque el civilizado deporte de los toros había sido vejado al ser prohibido junto a carnavales y ventas ambulantes, lascivos y viciosos eventos con los cuales nunca debió ser comparado. Incluso lo que había mostrado el desorden de ese día es que una corralejita de vez en cuando cumple la doble –y noble- función de selección natural y limpieza social, tan necesarias y apreciadas en estos tiempos para controlar las crecientes poblaciones de jipis e informales. El Gobierno Distrital sí la pensó, pero haciendo gala de inusual moderación ante su facha y radical hinchada, dijo que no sólo los Frentes Antitaurinos -que se presumían todavía activos- sino cualquier cantidad de izquierdas -y la oposición obviamente-, se le irían encima con el cuento de la desaparición forzada (porque ese día no se sabía cuánta gente había pero qué tal que al enemigo le diera después por censar a la población antes de cada corraleja y el inventario luego no cuadrara… reviraría por cada músico, por aquello del folclor; por cada transeúnte, varios de los cuales serán transformados instantáneamente en indigentes; por cada ambulante, por la violación del derecho al trabajo; por cada toro, porque también tienen alma; y hasta por cada policía, porque… pues porque hay que joder por algo), engrasando aún más el chicharrón. Además a las aseguradoras tampoco les cuadró. Mejor dejar así y prohibir todo pero notificando solamente a los gremios involucrados en la organización de corridas y/o eventos con toros, carnavales y ventas ambulantes, y por aparte, no públicamente para no dar visaje.

Así ambas facciones, sintiéndose derrotadas así no fuera por la otra, pero reconociendo la tácita victoria de la contraparte, abandonaron, sin enterarse nunca del empate (que igual a ambas las eliminaba, tampoco es que la vaina cambiara mucho, pues).

Para Verónica Atehortúa y sus dos gallos,
y para el par de La Distritofónica,
que vienen siendo los mismos
(o de los mismos).

Cuando las corridas de toros fueron prohibidas, las empresas taurinas trataron de aprovechar el público sustituyéndolas por peleas de gallos। Pero como no había gallera, se hacían en la misma plaza de toros. Obviamente nadie veía un culo y además con tanto espacio a los dos únicos gallos que salieron alguna vez a escena les alcanzó a cada uno para, ante la rechifla del respetable, marcar territorio sin tener que encenderse. Pero les ha durado, porque todavía ambos gallos viven ahí, cada quien con sus gallinas (aunque dicen que hasta se las rotan, porque a las gallinas como que les ha costado eso de aprender a vivir en comuna, y los gallos han acabado por acostumbrarse a las involuntarias pero continuas violaciones de uno y otro territorio hasta no saber cuál gallina es cuál ni de quién, llegando al punto de negociar un fraterno tratado limítrofe que, según la leyenda, admite incluso reservas o resguardos para la práctica del lesbianismo). Administran prósperamente full huerta colectiva de maíz -exportando los excedentes a diversas plazas principales donde se dan bien las palomas-, y han adquirido el noble hábito del reciclaje, aprovechando sabiamente cagarrutas y orín para conservar el suelo, pensando ya en el bienestar de las generaciones futuras. La otra semilla que se cultiva es la de la cordialidad, esa sí todo el año, sembrada por toda la comunidad y ya tradicional gracias a pionero ejemplo y continua refrendación por parte –qué tal vecino- de ambos gallos, quienes fundamentan en ella (porque no todo puede ser comunismo ni jipismo en esta vida) gran parte de su cooperativo señorío.

Lástima que para el público (taurino, de gallos y en general) eso de las ecoaldeas venga a ser algo así como el jazz, porque a los gallos estos nadie ha querido volver a verlos.

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