Cuando estábamos en el colegio, a veces nos ponían a pintar bolardos después del recreo del almuerzo. No hacíamos las clases de por la tarde sino que pintábamos y nos íbamos para la casa.
Los bolardos de esa época ya no eran esos palos metálicos para colgar cadenas de carácter permeable y selectivo (en cuanto al parqueo se refiere) que habían reinado durante eones en la industria privada y en algunas casas arribistas antes de la liberación de los andenes. Habían sido reemplazados por unas estructuras monolíticas de concreto armado, dispuestas en filas cuasi-castrenses para no dejar subir carro alguno, equidistantes como formaban. Sólo cuando había garaje pasaban de la fila a la hilera, haciéndole a la entrada como una calle de honor, o caminito alegre, comosellame esa vaina.
Con esos bolardos se podía caminar libremente por los andenes, mientras la gente que manejaba aprendía a no treparle el carro, en cumplimiento de una de las voluntades de la alcaldía de turno, una de cuyas banderas administrativas era la tal recuperación del espacio público.
La revocatoria de mandato es un mecanismo ciudadano diseñado para tumbar al funcionario público que no te guste, siempre que consigas la cantidad de firmas necesaria para ello. Aquí la gente de los locales comerciales quiso hacer historia (y patria, ay la demagogia) al ser el primer gremio en activar el mecanismo, y contra la administración distrital directamente. Alegaban pérdidas y quiebras por culpa de la instalación de los bolardos, que porque había acabado con el parqueo al frente de los establecimientos, "ahuyentando a la clientela que, despojada de andén, huía presa del pánico", y que además esos bolardos tan feos, que dónde quedaba la estética urbana... Con ese cuento consiguieron hartas firmas (porque no era fácil acostumbrarse a ese poco de vainas ahí sembradas, así de una), pero no todo el mundo le comió a la revocatoria, que se cayó porque la mayoría de las firmas resultaron chimbas y la recuperación del andén se veía con o sin estética.
Para que no jodieran más con eso, la Alcaldía decidió hacerle caso a las asesorías de las antropologías urbanas (yo después terminaría estudiando eso), que aseguraban que los bolardos podían ser sublimados por el inconsciente (pero yo no hablo tan feo) hasta convertirse en tótems, eran dizque objetos de adoración en potencia. Ése fue el argumento para ponernos a todas las "tribus de los colegios distritales" dizque a colorearlos con diversos motivos.
Una vez que fuimos a pintar al centro por los lados donde filmaban Don Chinche, vimos un bolardo bastante disminuido, como agonizante. Parecía como que a punta de mazo habían querido tumbarlo (eso vivía pasando, la gente se sentía como humillada, burlada, hasta espiada por un incólume bolardo plantado al frente de la casa o negocio y en el momento de más desesperación salía a matarlo a martillo, con resultados no muy alentadores) y no habían podido, porque todavía resistía cuando llegamos, pero hubo un momento en que la suma de fuerzas, potencias y resistencias acabó por quebrarlo. Íbamos a llamar al IDU para que lo arreglara cuando al andén se trepó, sobre los restos del bolardo, la severa burbuja. La muerte del bolardo y consiguiente vejación del cadáver en nuestra presencia indignó a todo el curso (ya a esas alturas les teníamos nuestro cariño a los monolitos), que agarró la pintura y se la refregó a la burbuja sin respetar lata, vidrio o rin de magnesio. La volvimos mierda. Sus ocupantes esperaron a que termináramos, se bajaron, y con el propio mazo se dipusieron a echarle bala a lo que fuera.
Si no me morí es porque no me tocaba, pero del curso nadie más sobrevivió. Un bolardo vecino me había protegido, pero apenas la vida, pues un tiro me alcanzó en mala parte y ahí quedé.
La Alcaldía suspendió inmediatamente todo trabajo de decoración urbano para menores distritales, confiándoselo exclusivamente al IDU, único organismo autorizado desde la fecha para el diseño artístico de las estructuras, además de su erección. Pero yo quería seguir, tenía que seguir, y además el trabajo del IDU era una boleta: cuando no le volcaban el tarro de pintura encima, volvían el bolardo señal de tránsito o lo vestían con capuchas publicitarias, con el consiguiente serrucho. O sea que me tocaba andar mosca, aparte porque por ahí seguían las mafias (el escuelicidio había sido atribuido con éxito a los grupos de limpieza social, hampa de otra rosca) que seguían quebrando bolardos a bala, aunque no tanto porque les estorbaran, era más por deporte, training para el sicariato.
Apenas me recuperé, arranqué. Mientras la población biyi ejercía el grafiti y la onda del esprai y las barras bravas se encontraban para darse en la jeta, yo a punta de témpera, y a veces de plastilina, coloreaba las piedras. Todo primaria y bachillerato en ésas, y con diversos motivos: primero crueles y de revancha: violaciones, falos múltiples, sistemas ternarios de güevas y tetas, chancros, eyaculaciones sangrientas... fastidiar con mi rabonada por el tiro venéreo que me habían metido. Luego, la mortuorios y de denuncia: la mafia con sus mazos, la burbuja, la gente del curso, más sangre... y ya después el homenaje: los sueños, las aspiraciones idas con la muerte: orquestas de salsa, ecuaciones famosas, la curva del universo, el código binario (con posiciones y poses), máquinas voladoras, ciclos agrícolas, piscinas de olas, macondos y comalas, premios de montaña, naranjas mecánicas, teorías fotoeléctricas, caldos nutritivos, consignas y arengas para la revolución...
Con esa onda jipi entré a la universidad, pero ahí sí no me quedó tiempo para seguir, porque me vivía yendo a hacer investigaciones de campo con las indiadas. Hasta viví con varias de ellas. Lo único fue la tesis, que sí la hice sobre la necesidad tribal de bolardos decorados en las junglas de asfalto para el óptimo desarrollo de las comunidades.
Cuando volví por el cartón le pasé la tesis a la alcaldía de turno, pero me dijeron que se habían quitado los bolardos porque la gente ya no subía los carros a los andenes y que los gremios del comercio, la urbanización pirata y la mafia ahora se la pasaban en el campo, explotando campesinados e indiadas enteras, que eran las poblaciones de moda. Entonces la vuelta era instalar poblados exóticos falsos (e ilegales) para el turismo de la ciudad. la gente veía que ahí era donde estaba la plata, y cada vez más se iba a trabajar fuera de la ciudad. Entonces la gran mayoría sólo volvía por la noche, a dormir. La Alcaldía, entonces, solamente se ocupaba de logísticas de inmigración y operación retorno. Ya no había escuelas en la ciudad, y menos inducción alguna al alumnado al dibujo libre.
Mira, ahora no tengo cupo. No sólo conseguí ya quién me quiera; también tengo quién me joda la vida, o sea que paila, no le pegaste ni a ése. Si algo te llamo. Chao.
“NO SOMOS BOLSA DE EMPLEO”
“NO SOMOS BOLSA DE EMPLEO”
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No fue sino que quedara pagando el asiento para que un poco de viejas aledañas agarrara a cedérselo mutuamente, haciendo gala de una juventud que ya quisieran…
Y no fue sino que un viejito despistado y ajeno al bonche desprevenidamente lo ocupara para que las contendoras suspendieran ipso facto la contienda y procedieran a encenderlo porque cómo así, eso no vale, se nos está tirando el juego, etc.
El viejito que, ajeno a la actividad a pesar de tener todo para ganarla (o perderla, según) de lejos, tras del hecho es atacado, se empieza a desangrar.
Poniendo cara de “pues ya puestos en estas figuró es sollársela” arranca su propio juego: a la voz de uno de los más paila “tacho remacho” jamás oídos este cucho ha sacado su pañuelo y lo ha puesto entre el asiento y la hemorragia para lograr un visaje digno de la situación, porque como el asiento resultó del mismo color de la sangre, el contraste termina siendo cero y el efecto de desangre se pierde, situación afortunada en la mayoría de los casos (pareciera como que los asientos estuvieran especialmente diseñados para poner a alguien a desangrar sin dar tanta boleta) pero no en este porque la gracia no está en evitar el pánico colectivo sino “antes bien” bien piensa el cucho, en seguirlo sembrando. Entonces con el pañuelo… Y efectivamente: las viejas se timbran de una y se ponen a revolotear ruidosamente alrededor del asiento para solaz del cucho que sonríe porque qué se iba a imaginar una muerte así…
Además que nunca le había tocado un piquete de doñas tan timbradas y tan inquietas. Hasta le dio un poco de parola.
“Derecho a morir dignamente”
Y no fue sino que un viejito despistado y ajeno al bonche desprevenidamente lo ocupara para que las contendoras suspendieran ipso facto la contienda y procedieran a encenderlo porque cómo así, eso no vale, se nos está tirando el juego, etc.
El viejito que, ajeno a la actividad a pesar de tener todo para ganarla (o perderla, según) de lejos, tras del hecho es atacado, se empieza a desangrar.
Poniendo cara de “pues ya puestos en estas figuró es sollársela” arranca su propio juego: a la voz de uno de los más paila “tacho remacho” jamás oídos este cucho ha sacado su pañuelo y lo ha puesto entre el asiento y la hemorragia para lograr un visaje digno de la situación, porque como el asiento resultó del mismo color de la sangre, el contraste termina siendo cero y el efecto de desangre se pierde, situación afortunada en la mayoría de los casos (pareciera como que los asientos estuvieran especialmente diseñados para poner a alguien a desangrar sin dar tanta boleta) pero no en este porque la gracia no está en evitar el pánico colectivo sino “antes bien” bien piensa el cucho, en seguirlo sembrando. Entonces con el pañuelo… Y efectivamente: las viejas se timbran de una y se ponen a revolotear ruidosamente alrededor del asiento para solaz del cucho que sonríe porque qué se iba a imaginar una muerte así…
Además que nunca le había tocado un piquete de doñas tan timbradas y tan inquietas. Hasta le dio un poco de parola.
“Derecho a morir dignamente”
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A la memoria del Señor Doctor Don Godofredo Cínico Caspa;
a los muy rosados, ñoños y señoriales
“ Carnavales de la Reconciliación”;
y al Deportivo Cali
(uno de los pocos clubes decentes que quedan, carajo).
a los muy rosados, ñoños y señoriales
“ Carnavales de la Reconciliación”;
y al Deportivo Cali
(uno de los pocos clubes decentes que quedan, carajo).
...pero para que vean que en las tales comunidades indígenas ésas que andan ahora tan de moda no todo ha sido siempre buena onda, ni pachamama, ni pazyamor (sic), y también (aprendan jipis) pega babilón:
Imagínense una constructora equis contratada para hacer un estadio. Evalúa un predio cualquiera, lo adquiere y empieza a edificar en el sitio.
El Gobierno no le ve problema al asunto.
Pero resulta que en plenas excavaciones aparecen restos óseos. La empresa, por consejo de la interventoría, decide suspender temporalmente actividades porque no falta que el lugar termine siendo por allá un camposanto de quién sabe qué tribu que antiguamente haya habitado el lugar y es mejor averiguar, no va y sea que a alguien -alguna oenegé, por lo general- le dé por joder (El Gobierno nunca jode, y si jode es sólo cuadrarle un buen arreglo, breve la vuelta). Entonces reporta el hallazgo y la interventoría subcontrata a una comisión arqueológica para que investigue.
Las contraculturas igual se alborotan y exigen (de todas maneras) la suspensión inmediata de los trabajos de construcción. Quieren que el lugar se conserve intacto como museo, santuario, lugar de peregrinación... alguna variante de ésas por las que les da.
El Gobierno no le ve problema al hecho de que sea una de las partes en conflicto la que pague la investigación (“mejor pa´ nosotros”), y decide esperar a ver los resultados de la comisión.
La constructora cree que conciliando y negociando puede solucionar el problema, y ofrece construir estadio y museo, con el argumento de incitar a la cultura a hinchadas y barras bravas con un poco de patrimonio arqueológico.
El Gobierno aplaude la decisión.
Pero las contraculturas dicen que no, que no aguanta. Exigen, además, la suspensión de cualquier tipo de investigación.
La comisión determina rápidamente que el tal camposanto parece más bien una fosa común y que los cadáveres o muñecos efectivamente corresponden a una tribu que colonizó el lugar, pero que fue erradicada hasta su extinción por otra que la masacró en una incursión de limpieza social।
Imagínense una constructora equis contratada para hacer un estadio. Evalúa un predio cualquiera, lo adquiere y empieza a edificar en el sitio.
El Gobierno no le ve problema al asunto.
Pero resulta que en plenas excavaciones aparecen restos óseos. La empresa, por consejo de la interventoría, decide suspender temporalmente actividades porque no falta que el lugar termine siendo por allá un camposanto de quién sabe qué tribu que antiguamente haya habitado el lugar y es mejor averiguar, no va y sea que a alguien -alguna oenegé, por lo general- le dé por joder (El Gobierno nunca jode, y si jode es sólo cuadrarle un buen arreglo, breve la vuelta). Entonces reporta el hallazgo y la interventoría subcontrata a una comisión arqueológica para que investigue.
Las contraculturas igual se alborotan y exigen (de todas maneras) la suspensión inmediata de los trabajos de construcción. Quieren que el lugar se conserve intacto como museo, santuario, lugar de peregrinación... alguna variante de ésas por las que les da.
El Gobierno no le ve problema al hecho de que sea una de las partes en conflicto la que pague la investigación (“mejor pa´ nosotros”), y decide esperar a ver los resultados de la comisión.
La constructora cree que conciliando y negociando puede solucionar el problema, y ofrece construir estadio y museo, con el argumento de incitar a la cultura a hinchadas y barras bravas con un poco de patrimonio arqueológico.
El Gobierno aplaude la decisión.
Pero las contraculturas dicen que no, que no aguanta. Exigen, además, la suspensión de cualquier tipo de investigación.
La comisión determina rápidamente que el tal camposanto parece más bien una fosa común y que los cadáveres o muñecos efectivamente corresponden a una tribu que colonizó el lugar, pero que fue erradicada hasta su extinción por otra que la masacró en una incursión de limpieza social।
El Gobierno se declara “en estupor”.
La empresa hace un llamado a la cordura y recomienda “no comerle al genocidio” y seguir con el proyecto del museo.
Pero las contraculturas se siguen oponiendo. Que no y que no y que no.
El Gobierno decide mantener el “estado de estupor”.
La constructora se deja entonces de tanta güevonada (porque tan maricas, ponerse a contar que encontraron tal vaina, y más encima ponerse a negociar...) y resuelve que “suerte con el h.p. patrimonio arqueológico y con la contracultura, a la mierda el cuentico ése, se acabó la maricada y el estadio se construye porque se contruye”.
El Gobierno se declara “en estupor permanente”… pero a la final no le ve problema al asunto.
El Gobierno al final no hace un culo y el estadio se construye. El club hace su negocio proyectando el escenario además como “Casa de la Selección” y la afición en pleno consume, celebrando y llorando según el caso, y olvidándose para siempre de la historia y la memoria, a no ser la de campeonatos y partidos legendarios.
El Gobierno levanta el estado de estupor, declarando al estadio “Patrimonio Arquitectónico”. No puede ser demolido y los servicios públicos pagan tarifa de estrato uno.
El caso es que el tal cuento del juego de pelota como mito de la desaparecida civilización podrá ser ratificado (por lo menos a nivel profesional) por las solas ruinas del estadio -que existen, claro, y se conservan en buen estado- pero ellas no borrarán las sabrosas variantes de la historia de su edificación, estas que acabo de contar y que han llegado hasta nosotros gracias a un apartado titulado “Del juego de pelota, sus clubes y La Federación”, del llamado “Códice (o Código) del Deporte”, libro descifrado hace nada y al parecer sagrado.
Pa´ que vayan viendo…
La empresa hace un llamado a la cordura y recomienda “no comerle al genocidio” y seguir con el proyecto del museo.
Pero las contraculturas se siguen oponiendo. Que no y que no y que no.
El Gobierno decide mantener el “estado de estupor”.
La constructora se deja entonces de tanta güevonada (porque tan maricas, ponerse a contar que encontraron tal vaina, y más encima ponerse a negociar...) y resuelve que “suerte con el h.p. patrimonio arqueológico y con la contracultura, a la mierda el cuentico ése, se acabó la maricada y el estadio se construye porque se contruye”.
El Gobierno se declara “en estupor permanente”… pero a la final no le ve problema al asunto.
El Gobierno al final no hace un culo y el estadio se construye. El club hace su negocio proyectando el escenario además como “Casa de la Selección” y la afición en pleno consume, celebrando y llorando según el caso, y olvidándose para siempre de la historia y la memoria, a no ser la de campeonatos y partidos legendarios.
El Gobierno levanta el estado de estupor, declarando al estadio “Patrimonio Arquitectónico”. No puede ser demolido y los servicios públicos pagan tarifa de estrato uno.
El caso es que el tal cuento del juego de pelota como mito de la desaparecida civilización podrá ser ratificado (por lo menos a nivel profesional) por las solas ruinas del estadio -que existen, claro, y se conservan en buen estado- pero ellas no borrarán las sabrosas variantes de la historia de su edificación, estas que acabo de contar y que han llegado hasta nosotros gracias a un apartado titulado “Del juego de pelota, sus clubes y La Federación”, del llamado “Códice (o Código) del Deporte”, libro descifrado hace nada y al parecer sagrado.
Pa´ que vayan viendo…
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A uno de estos gobiernos con el don de destruir el mundo en un solo paso le ha dado por compartir ese poder con su pueblo, decretando libre acceso al detonador para la totalidad de sus compatriotas, sin excepción. Como que la idea es que no sólo el gobierno sino cualquiera pueda poner en marcha el mecanismo en el momento en que su estado de ánimo así lo indique.
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¡Para el Doctor!
¡ Sergio Mejía Rocca!
¡y su querido hermano!
¡Santiago!
¡y para toda la gente linda!
¡ y fea!
¡de la trestrés!
¡y el barrio de Teusaquillo!
Para Moure, Piccolini, Carbonell
y sus Toreros Muertos.
Para Jipiyam y Raspacanilla.
¡ Sergio Mejía Rocca!
¡y su querido hermano!
¡Santiago!
¡y para toda la gente linda!
¡ y fea!
¡de la trestrés!
¡y el barrio de Teusaquillo!
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y sus Toreros Muertos.
Para Jipiyam y Raspacanilla.
Los Frentes Antitaurinos perdieron porque las ventas ambulantes, con su instinto crossover y viendo que cada vez crecía más la población que protestaba contra la fiesta brava, diversificaron su mercado durante las corridas / manifestaciones en su contra (que, como evento y para el caso eran lo mismo) y empezaron a ofrecer -además de la bota, la manzanilla y esas porquerías- banderitas, camisetas, prendedores y calcomanías alusivas a la lucha antitaurina, para luego y sin agüero pasar directamente hasta los taches y las aes de “Anarquía”। Llegaron incluso a inventarse un “kit o combo manifestante”, que incluía piedra de río –porque, tras de que no se parte ni rompe al prójimo al impactarlo, rebota apenas pegaba para salir despedida en cualquier otra dirección diferente a la original, atacando de nuevo-, tres miniespráis con los colores patrios –para aquello de la demagogia-, megafonito de cartulina y una especie de papa transgénica enriquecida hechiza, con esquirlas orgánicas naturales, lista para estallar a la menor sospecha. Los Frentes se dieron cuenta de que la sola existencia de esos productos corrompía y degradaba su lucha -el tal kit estaba dirigido también a sindicalistas, docentes del distrito, y en últimas a cualquiera que pasara por ahí-, y si pegaban, peor, porque toda protesta se masificaría, vulgarizándose hasta el pop y volviéndose “play” o “in”, y tampoco. Había que abortar. Lo raro fue que no hubo quién creyera (o por lo menos quién dijera, si es que lo creyó) que todo venía orquestado desde arriba, manipulando el sanguinario establecimiento al proletariado informal. Como que fue tanta la sorpresa que no se la olieron por ahí, y hasta mejor, porque eso hubiera equivalido a subestimar al gremio ambulante como agente social, desvirtuando su carácter pintoresco y bucólico, lo que hubiera llevado a los Frentes Antitaurinos a la contradicción, y así la crisis hubiera sido peor. Entonces, sin echarle la culpa a nadie (!), simplemente se retiraron.
El Público Taurino, que realmente no tuvo nada que ver con la derrota del enemigo (ni cuenta se dio), perdió porque el mismo día en que llegaban a la plaza algunos ejemplares de ganado cebú sabanero especialmente traídos para quién sabe qué exhibición junto a los toros de lidia tradicionales, resultó que una banda de carnaval que ensayaba -como regularmente lo hacía- en terrenos aledaños a la plaza comenzaba en esos precisos momentos el montaje de repertorio nuevo para un festival folclórico al que la habían invitado। El problema fue que dicho repertorio incluía varios porros sabaneros, género musical que nunca habían tocado, pero con el que en cambio sí estaba familiarizado –por aquello de la sabana- el ganado cebú traído para la ocasión, lo que originó el acabóse, pues con las primeras escaramuzas musicales el ganado cebú en pleno padeció como unos flashbacks que lo alborotó. Sintiéndose sus ejemplares llamados a la acción, hicieron zozobrar en plena maniobra de parqueo al vehículo que los traía, ganando la calle en el acto, sumándose también los toros de lidia, quienes estrenaron, gracias al estímulo criollo de una música que por primera vez oían, una adrenalina por eones mantenida a raya a punta de insípido pasodoble, mostrando así una inusual pero innata –creían ellos en medio de su entusiasmo– disposición para la corraleja. Los emparrandados ganados corrieron calle abajo, causando daños en el mobiliario urbano, bienes particulares y sembrado el terror en la ciudadanía en general, que huía parejo como parte del Público Taurino, o en forma de transeúntes, ambulantes, policías y banda en pleno (Frentes Antitaurinos no había en ese momento, pues cumplían con su primera fecha de suspensión indefinida, sin que nadie hubiera reparado en ello por el desorden, aparte de que estaba muy temprano todavía como para corrida o manifestación teniendo en cuenta que el ganado estaba apenas llegando cuando arrancó el disturbio. La policía, de hecho, si pareció creer que la vaina era obra de los Frentes Antitaurinos porque salió a sofocar el asunto a punta de tanqueta y escuadrón móvil antidistraves –ESMAD para los amigos-). La banda, acostumbrada de todas formas al recorrido itinerante y callejero, seguía tocando como que inconscientemente en la huída, dándole ambiente a todo el drama. Había también gente que no captaba lo que pasaba y asumía la caravana como precarnaval o –igual que les pasó a los toros de lidia– como desafío a la propia adrenalina, metiéndose a molestar indistintamente a ganado y/o policía, cuyas reacciones se terminaban de todos modos pareciendo, porque había gente que prefería mandársele al toro mecánico -que no era otro que la tanqueta- en vez de balsear a los de verdad. En total estado de indefensión, la tanqueta embestía y se sacudía furiosa porque la gente cuando no la toreaba se le montaba encima, hasta que tanta sacudidera la volcó, teniendo El ESMAD que evacuar con dificultad el vehículo, verde del mareo, para seguida y copiosamente terminar guasquiándose al lado de la gente que había salido despedida del lomo de la tanqueta y que no podía o de la perra o de la risa. El disturbio arrojó un saldo negativo de desapariciones entre músicos, ambulantes, policías, ciudadanía en general y ganado -pues ninguno de los toros fue encontrado después-, convenciendo al Gobierno Distrital de la conveniencia de prohibir toda corrida y/o evento con toros, todo carnaval y toda venta ambulante. La afición taurina se mostró en desacuerdo porque el civilizado deporte de los toros había sido vejado al ser prohibido junto a carnavales y ventas ambulantes, lascivos y viciosos eventos con los cuales nunca debió ser comparado. Incluso lo que había mostrado el desorden de ese día es que una corralejita de vez en cuando cumple la doble –y noble- función de selección natural y limpieza social, tan necesarias y apreciadas en estos tiempos para controlar las crecientes poblaciones de jipis e informales. El Gobierno Distrital sí la pensó, pero haciendo gala de inusual moderación ante su facha y radical hinchada, dijo que no sólo los Frentes Antitaurinos -que se presumían todavía activos- sino cualquier cantidad de izquierdas -y la oposición obviamente-, se le irían encima con el cuento de la desaparición forzada (porque ese día no se sabía cuánta gente había pero qué tal que al enemigo le diera después por censar a la población antes de cada corraleja y el inventario luego no cuadrara… reviraría por cada músico, por aquello del folclor; por cada transeúnte, varios de los cuales serán transformados instantáneamente en indigentes; por cada ambulante, por la violación del derecho al trabajo; por cada toro, porque también tienen alma; y hasta por cada policía, porque… pues porque hay que joder por algo), engrasando aún más el chicharrón. Además a las aseguradoras tampoco les cuadró. Mejor dejar así y prohibir todo pero notificando solamente a los gremios involucrados en la organización de corridas y/o eventos con toros, carnavales y ventas ambulantes, y por aparte, no públicamente para no dar visaje.
Así ambas facciones, sintiéndose derrotadas así no fuera por la otra, pero reconociendo la tácita victoria de la contraparte, abandonaron, sin enterarse nunca del empate (que igual a ambas las eliminaba, tampoco es que la vaina cambiara mucho, pues).
Para Verónica Atehortúa y sus dos gallos,
y para el par de La Distritofónica,
que vienen siendo los mismos
(o de los mismos).
Cuando las corridas de toros fueron prohibidas, las empresas taurinas trataron de aprovechar el público sustituyéndolas por peleas de gallos। Pero como no había gallera, se hacían en la misma plaza de toros. Obviamente nadie veía un culo y además con tanto espacio a los dos únicos gallos que salieron alguna vez a escena les alcanzó a cada uno para, ante la rechifla del respetable, marcar territorio sin tener que encenderse. Pero les ha durado, porque todavía ambos gallos viven ahí, cada quien con sus gallinas (aunque dicen que hasta se las rotan, porque a las gallinas como que les ha costado eso de aprender a vivir en comuna, y los gallos han acabado por acostumbrarse a las involuntarias pero continuas violaciones de uno y otro territorio hasta no saber cuál gallina es cuál ni de quién, llegando al punto de negociar un fraterno tratado limítrofe que, según la leyenda, admite incluso reservas o resguardos para la práctica del lesbianismo). Administran prósperamente full huerta colectiva de maíz -exportando los excedentes a diversas plazas principales donde se dan bien las palomas-, y han adquirido el noble hábito del reciclaje, aprovechando sabiamente cagarrutas y orín para conservar el suelo, pensando ya en el bienestar de las generaciones futuras. La otra semilla que se cultiva es la de la cordialidad, esa sí todo el año, sembrada por toda la comunidad y ya tradicional gracias a pionero ejemplo y continua refrendación por parte –qué tal vecino- de ambos gallos, quienes fundamentan en ella (porque no todo puede ser comunismo ni jipismo en esta vida) gran parte de su cooperativo señorío.
Lástima que para el público (taurino, de gallos y en general) eso de las ecoaldeas venga a ser algo así como el jazz, porque a los gallos estos nadie ha querido volver a verlos.
A Santofimio
La buena retórica pueda (sic) que no siempre haga invencible al individuo, pero eso sí, lo vuelve más simpático.
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